Hola... Recién llegados a la ciudad de México, desde las alturas y la proyección que te da el avión, puedes claramente distinguir que estás llegando a una de las ciudades más pobladas del mundo. Son más de veinte millones de personas las que habitan la ciudad de México.
Desde el avión observo una infinidad de lagos y me cuentan que hace muchísimos siglos atrás, lo que hoy es la ciudad fue un inmenso lago y me hicieron recordar aquella canción en que se menciona que la ciudad de Guadalajara está en un llano y México en una laguna.
El avión aterrizó sin problema alguno y a los peregrinos nos esperaban en uno de los ambientes del aeropuerto donde, dicho sea de paso, el Papa Juan Pablo II llegó en cinco oportunidades. ¡Cuánto cariño le deparaba al Papa este pueblo de México y, al mismo tiempo, cuánto afecto tenía el Santo Padre a la Virgen de Guadalupe y al pueblo mexicano!
Te cuento que ya en las grandes avenidas que nos conducían al hotel en el que se aposentaba la peregrinación, vinieron a mi mente imágenes que había visto por televisión, sobre la última vez que el Santo Padre llegó a esta ciudad. Con qué entusiasmo millones de mexicanos apostados en las aceras de esta enorme avenida, vitoreaban a un hombre herido por la enfermedad, pero rebosante de gozo porque iba a Beatificar a Juan Diego, aquel joven mexicano que, quinientos años atrás, había tenido el privilegio de recibir uno de los encargos más maravillosos de la historia de América, un encargo de evangelización a través de una imagen plasmada en su Tilma y que, durante estos quinientos años ha significado que la Basílica donde está la imagen de la Virgen de Guadalupe, diaria e ininterrumpidamente, sea visitada por millones de creyentes.
¡Lo he visto y lo he sentido! Llegué en una mañana radiante de sol, el clima era suave, un aire fresco cubría el amanecer de México, se respiraba diferente; al igual que miles de peregrinos entrábamos por un paseo que da a la Plaza de las Cuatro Iglesias (la historia de estas Iglesias te la contaré el próximo día). Sin embargo, hoy quiero decirte que la sensación que viví al celebrar la Eucaristía, viendo a pocos metros de mí, la Tilma de Juan Diego y, por ende, la imagen de la Virgen de Guadalupe; es sentir la profunda y fortalecedora mirada de aquella Madre que no sólo está en el cielo, sino en aquel instante que las miles de personas estábamos compartiendo la Santa Misa.
A modo de anécdota, te contaré que para celebrar la Misa me tuve que revestir en la Sacristía de la Basílica; si bien es verdad, lo mío fue un acto no del todo permitido: Encontré una puerta abierta, muy despacio y sigilosamente -para esto nadie me dijo algo- me pude acercar a escasos metros del resguardado Cuadro de la Virgen de Guadalupe. Estaba solo en ese lugar, pude mirar el rostro de la Virgen; es el rostro de una niña, sus ojos están levemente cerrados; sin embargo, sentí que la Madre de Dios me estaba sonriendo.
Estuve allí, lo viví y ahora te lo cuento. Después continúo narrándote.
Gracias por llegar hasta aquí. ¡Hasta la próxima semana! ¡Que Dios nos bendiga!
Desde el avión observo una infinidad de lagos y me cuentan que hace muchísimos siglos atrás, lo que hoy es la ciudad fue un inmenso lago y me hicieron recordar aquella canción en que se menciona que la ciudad de Guadalajara está en un llano y México en una laguna.
El avión aterrizó sin problema alguno y a los peregrinos nos esperaban en uno de los ambientes del aeropuerto donde, dicho sea de paso, el Papa Juan Pablo II llegó en cinco oportunidades. ¡Cuánto cariño le deparaba al Papa este pueblo de México y, al mismo tiempo, cuánto afecto tenía el Santo Padre a la Virgen de Guadalupe y al pueblo mexicano!
Te cuento que ya en las grandes avenidas que nos conducían al hotel en el que se aposentaba la peregrinación, vinieron a mi mente imágenes que había visto por televisión, sobre la última vez que el Santo Padre llegó a esta ciudad. Con qué entusiasmo millones de mexicanos apostados en las aceras de esta enorme avenida, vitoreaban a un hombre herido por la enfermedad, pero rebosante de gozo porque iba a Beatificar a Juan Diego, aquel joven mexicano que, quinientos años atrás, había tenido el privilegio de recibir uno de los encargos más maravillosos de la historia de América, un encargo de evangelización a través de una imagen plasmada en su Tilma y que, durante estos quinientos años ha significado que la Basílica donde está la imagen de la Virgen de Guadalupe, diaria e ininterrumpidamente, sea visitada por millones de creyentes.
¡Lo he visto y lo he sentido! Llegué en una mañana radiante de sol, el clima era suave, un aire fresco cubría el amanecer de México, se respiraba diferente; al igual que miles de peregrinos entrábamos por un paseo que da a la Plaza de las Cuatro Iglesias (la historia de estas Iglesias te la contaré el próximo día). Sin embargo, hoy quiero decirte que la sensación que viví al celebrar la Eucaristía, viendo a pocos metros de mí, la Tilma de Juan Diego y, por ende, la imagen de la Virgen de Guadalupe; es sentir la profunda y fortalecedora mirada de aquella Madre que no sólo está en el cielo, sino en aquel instante que las miles de personas estábamos compartiendo la Santa Misa.
A modo de anécdota, te contaré que para celebrar la Misa me tuve que revestir en la Sacristía de la Basílica; si bien es verdad, lo mío fue un acto no del todo permitido: Encontré una puerta abierta, muy despacio y sigilosamente -para esto nadie me dijo algo- me pude acercar a escasos metros del resguardado Cuadro de la Virgen de Guadalupe. Estaba solo en ese lugar, pude mirar el rostro de la Virgen; es el rostro de una niña, sus ojos están levemente cerrados; sin embargo, sentí que la Madre de Dios me estaba sonriendo.
Estuve allí, lo viví y ahora te lo cuento. Después continúo narrándote.
Gracias por llegar hasta aquí. ¡Hasta la próxima semana! ¡Que Dios nos bendiga!